Del siglo XIX al siglo XX, el cambio histórico más importante que se produjo a nivel de grandes masas, fue la democratización o masificación de las ideologías, y de la conciencia ideológica.
Desde ser una actividad intelectual y letrada, el estudio, la discusión, la escritura y la defensa de posturas ideológicas, pasó a manos de grandes masas, que comenzaron, especialmente en los nacionalismos europeos de principios del siglo XX, a participar en la opinión y en el activismo en grupos políticos.
Así, los siglos XVIII y XIX fueron potentes en cuanto a propuestas políticas, ideológicas y éticas desde la intelectualidad, y la búsqueda política de aplicarlas formando o cambiando distintos Estados alrededor del mundo, también por parte de la intelectualidad.
El siglo XX, como consecuencia, se caracterizó por la expansión de estas ideologías, haciéndolas transversales a los sectores socioeconómicos y socioculturales, mediante educación, propaganda, difusión o persuasión de ideas que permearon hacia distintos estratos sociales. Pero se caracterizó también por los intentos de globalización de estas implementaciones, no ya limitándolas a cambiar o reestructurar Estados, sino a expandirlos, fusionarlos, o borrar sus fronteras en unión política o ideológica. De esto, a mediados del siglo pasado resultó la Guerra Fría, que aún cala en los huesos del mundo.
A principios del siglo XX, especialmente en las futuristas décadas de los años '10 y '20, la visión optimista sobre el futuro se fundamentaba estéticamente en la unión de los enormes grupos que adherían a una idea, formando bloques enormes similares a las enormes industrias que se construían en todo el mundo, a las enormes plantas de energía eléctrica que proliferaban alumbrando la noche que daba vueltas por el lado oscuro rotatorio de la Tierra, a las autopistas y pistas de aterrizaje que se adecuaban a las nuevas máquinas de transporte.
Estos bloques humanos, unidos en el fascismo, unidos en el socialismo, unidos en el capitalismo o unidos en el anarquismo -y todas sus variantes, segregaciones, subdivisiones y disidencias-, eran los primeros grupos humanos que coincidían en pensamiento -fuera esta adherencia racional, emocional efímera, nostálgica o por convicción-, en lugar de solo seguir un líder, un mandato, un rey, una dinastía, una religión.
Decidir seguir u oponerse a una idea que comenzaba a proliferar alrededor de un individuo, viendo que esa idea pretendía cambiar de alguna forma la macroestructura, posicionaba a grandes grupos humanos como máquinas, pretendiendo acelerar, detener, destruir o modificar las grandes máquinas que eran las ciudades y los países.
El arte de esas décadas lo refleja bien: la tendencia a lo gigantesco, a los bloques enormes, a las estructuras elevándose hacia el cielo, a máquinas tan grandes que solo otras máquinas podían mover.
La tendencia ética de agrupar en colectivos, de sentir la ciudad como un engranaje imparable, tenía también una consecuencia ética: cualquier problema individual era causa de los enormes engranajes de la máquina que movía todo. Todo problema individual o microsocial era producto del movimiento de una macroestructura que remecía todo. Por lo tanto, la solución a cualquier problema se encontró, durante todo el siglo XX, en pelear por el control de la máquina. Pelear en bloque por llegar a su zona de control para moverla en el sentido en que el bloque quisiera, ya que solo en bloque era posible moverla.
La intelectualidad del siglo XX, en plena Guerra Fría, la máxima representación de la humanidad reducida a dos motores y un par de remanentes intermedios, de manchas producidas por la misma disputa gigantesca, comenzó a apuntar a otros lados.
Nietzsche, Freud, y más adelante Foucault, Beauvoir sentaron las bases para una nueva forma de pensar las relaciones humanas, que es desde la reproducción inconsciente de lo aprendido. Pero esta forma de pensar no daría fin a la Guerra Fría, sino que comenzaría a socializarse, a democratizarse a esta realidad nueva desde hace apenas un siglo que es la de la alfabetización generalizada; de la mayoría de la población con acceso al menos potencial a libros, a discusiones que antes solo se daban en las academias.
Una vez caído el muro de Berlín, fue cuestionada la Guerra Fría como un absurdo humano, como un sacrificio que peleaba por algo que no valía la pena sacrificar tantas vidas humanas, por un círculo de pugna que no parecía tener más fin que aflojarse, desglobalizarse y volver a centrarse en conflictos nacionales o bi-nacionales. Con este antecedente, podemos abrir el siglo XXI con este nuevo paradigma de pensamiento: cada individuo es responsable de repetir o cambiar lo que culturalmente asimiló durante su formación. Cada familia conformada es responsable de repetir o cambiar la forma en que sus integrantes fueron criados una generación atrás. Cada mujer es responsable de repetir o cambiar los roles que le fueron culturalmente asignados una generación atrás. Cada generación completa es responsable de repetir o replantearse si el problema está en la macroestructura, o si hay infinitas acciones individuales que en sumativa conforman una cultura, una tendencia, que parece más grande que las personas mismas.
Así es como hoy el esquema de redes de conexión es un reflejo estético de la sociedad mucho más útil que el de la máquina. La ciudad ya no pisa y tritura y levanta bloques, sino que es el espacio en que cada individuo se relaciona, estableciendo líneas y direcciones de acción hacia sus semejantes, creando redes de jerarquía o de apoyo, de exclusión, de competencia o de colaboración. Hoy en día las individualidades conforman la ciudad. Y es algo que molesta a gran parte de la población que peleó por los ideales del siglo XIX que se aplicaron políticamente a los grandes grupos humanos, que abarcaron los continentes hace unas décadas.
"¿O cómo puedes decir a tu hermano: Hermano, déjame sacar la paja que está en tu ojo, cuando tú mismo no miras la viga que está en tu propio ojo? Hipócrita, saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja que está en el ojo de tu hermano." (Lucas 6:42)
La gran división entre las ideologías del siglo XIX, que se democratizaron y aplicaron en el siglo XX; y las ideologías del siglo XX, que se democratizan y se aplican de a poco en el XXI, tiene que ver con a quién se culpa. Las ideologías de la primera mitad de la modernidad apuntaban, culpaban y buscaban cambiar la máquina, la macroestructura que lo controlaba todo. Por lo que todas las variables a nivel micro, eran consecuencia de la macroestructura, y, por lo tanto, secundarias, pues mejorarían o cambiarían por añadidura, una vez que la máquina fuera redireccionada. El contexto de Guerra Fría dio paso a que la intelectualidad del siglo XX observara los patrones comunes entre Primer, Segundo y Tercer Mundo, estableciendo problemas transversales a la(s) sociedad(es), que no se veían afectados por la variable de macroestructura política.
Las ideologías surgidas en el siglo XX, que conforman la segunda mitad de la Modernidad -o como ciertos grupos prefieren llamar, la trans- o post-Modernidad-, apuntan, culpan y buscan cambiar las relaciones entre cada individuo y su entorno, identificando problemas como las relaciones de micro-poder, la replicación de prejuicios sexuales, raciales, étnicos, clasistas, e incluso especistas. Por lo que todos los problemas macroestructurales, surgen de sociedades conformadas por individuos que replican un mismo movimiento. Por lo que todo problema de la máquina, es un reflejo de problemas, en primera instancia, humanos.
Culpar la máquina, pretender quitar la paja del ojo ajeno, del ojo colectivo, es fácil y emocionante. El enunciador de la idea queda libre de pecado, tiene un elemento al cual culpar, se alía con un enorme bloque de individuos que quitan sus culpas y las arrojan a la máquina, y gritan consignas y se alían como en una batalla, en un espíritu bélico contra una estructura, como si la misma no estuviera conformada por cientos de procesos humanos, de relaciones entre cerebros pensantes y replicantes. Culpar la máquina es sentirse salvador, es gozar estéticamente del bando correcto que puede batallar y vencer al enemigo simbólico.
El odio de las personas del siglo pasado hacia las ideologías recientemente socializadas, surge de la falta del espíritu bélico que ven en las propuestas de las generaciones nuevas. En la añoranza nostálgica y emocional de la unión colectiva contra el enemigo enorme.
Si hay algo importante que destacar de las ideologías nuevas, es que sí miran la viga del propio ojo, la enorme carga de replicar los procesos anteriores cuando no existe una crítica a las acciones de cada individuo, a las consecuencias de una generación completa. Un miedo a educar con errores viejos por no haberlos visto, por haberlos sentido tan naturales que se invisibilizaron.
Culparse como entidad reproductora, como responsable de relaciones que, en conjunto, van creando estructuras, es más difícil, y no conserva la emoción de esa otra convicción ideológica, pero sí conlleva otras emociones, otros goces estéticos que surgen de las decisiones éticas y sus resultados.
La máquina nunca estuvo hecha de engranajes, sino de pirámides humanas. Y como tales, son más frágiles a los movimientos que las desarman que a los martillos gigantes que las golpean.